En un pueblo minero, en un panteón inglés, los cuerpos se encuentran en cajones de cemento y los útlimos pensamientos tatuados en la piedra o en el metal de la lápida. Las muescas del labrado de las letras sirven de anclaje de musgos y líquenes. La solidez del cemento así como las culpas y las creencias se erosionan con cada partícula de neblina que rasga la superficie. Allí, entre cruces, rejas y ciudades de muertos, entre culpas y deseos, se levanta una lápida de alguien que simplemente observó el desvanecer del instante.
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